El despiporre intelectual 12 (doce)

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M.V.Z. Salvador Cisneros Guzmán

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Carlos Ravelo Galindo, afirma: _________

El común de la gente imagina a los intelectuales, a los artistas, a los poetas, a los pintores, a los músicos, a los filósofos y a los sabios, a todos los dadores de belleza y de sabiduría, en una palabra, como seres raros, impersonales, etéreos e intangibles.

 Se los representa de mil formas, los idealiza de mil modos, y no hay manera de que los acepte tal como son en realidad: hombres de carne y hueso, con todos los defectos y todas las virtudes del ser humano.

Este falso concepto cobró vigencia desde los días en que los griegos comenzaron a tomar muy en serio aquello de que Platón se llevaba de cuartos con Zeus y de que era el intermediario intelectual entre éste y los hombres; aquello de que Sócrates era tan modesto que solo aceptaba saber no saber nada de nada, al grado de ingerir la mortal  cicuta porque desconocía el contenido de la copa que les ofrecieron, y aquello otro de Diógenes, su cinismo conmovedor, su tonel-habitación su linterna inservible y la tortuga voladora que le dio muerte.

Siglos después un Lord apellidado Byron obligaba a santiguarse a los estirados y santurrones ingleses de su tiempo, con el cuento de que tenía tratos con el demonio, bebía sangre de recién nacido utilizando para ello un cráneo humano y sostenía relaciones de amasiato con una sirena del Mar Egeo, que de paso, inspiró muchos de sus hermosísimos versos.

En Francia, a la mitad del siglo pasado, Baudelaire Rimbaud, un par de poetas geniales y auto publicistas inigualables, trajeron de cabeza a sus compatriotas con la novedad del uso del opio y el hashish, y al morir fieles a tal adicción, crearon con su ejemplo una cofradía que todavía perdura y que se ha extendido a nivel mundial, de entusiastas fumadores de yerbas divinas, Las Flores del Mal , de Charles Baudelaire, es un libro de poemas inspirado, según Armando Carlock, en el beleño, el glaucio y la amapola, florecita ésta última aparentemente inofensiva a quienes los narcotraficantes de Nayarit y Sinaloa suelen cantarle :

                Amapola morada

               de los campos de Tepic,

               si no estas enamorada

               enamórate de mí.

Aquí en México, contamos también con auto promotores fenomenales.

Manuel Acuña, por ejemplo, no vaciló en echar mano del último recurso, el suicidio, con tal de proyectarse hacia la fama perdurable.

Otros, sin duda más inteligentes que él, utilizaron medios publicitarios menos desagradables y más efectivos.

Tal es el caso de Diego Rivera, uno de los grandes de nuestra pintura y el más simpático de los mentirosos, que embobó con su mitomanía impar a los ingenuos mexicanos de hace cuatro décadas.

Diego contaba a quienes quisieran creerle, y había numerosos admiradores suyos que le creían, pues de otra manera el ilustre mitómano les hubiese parecido un mafufo insufrible, que a los tres años de edad se desayunaba con deliciosos alacranes en su jugo, se atragantaba, a la hora de la comida, con suculentas víboras de cascabel en adobo, y en la merienda engullía golosamente apetitosas tarántulas empanizadas.

Afirmaba, además que a los seis años pronunció un discurso blasfemo y comunizante en la catedral de Guanajuato, irreverencia por la que estuvo a punto de ir a la cárcel, y que a los ocho hubiera procreado su primer hijo, si su novia, de solo siete, no hubiera abortado accidentalmente.

La mitomanía autopublicitaria y consciente de Diego, sarampión que cundió en otros espíritus igualmente imaginarios como Manuel Rodríguez Lozano, ese otro grande de la pintura, que contaba maravillas de su vida, terminó por hacer erupción escandalosa en el enfant terrible  de la pintura efímera llamado José Luis Cuevas, un megalómano que hasta la hora de ir al W.C. acostumbraba hacer su publicidad, no obstante lo cual no logra aún convencer ni a su propia claque de la Zona Rosa.

En uno de sus desplantes auto promocionales, por cierto, Cuevas se declaró, hace algún tiempo, enemigo acérrimo del tabaco, del café, del alcohol, de la mariguana, de los hongos alucinantes y del LSD, lo que hizo clamar al epigramista Don Luis:

               Su declaración sucinta

               me ha dejado de una pieza:

                Si es verdad tanta belleza,

               ¿Por qué pinta lo que pinta?

Pero el león, afortunadamente, no es como lo pintan ni los intelectuales como se los imaginan sus legionarios admiradores.

Ellos son simples mortales, hombres a secas, buenos, malos, afables, ceñudos, virtuosos, intemperados, ensoberbecidos, humildes, apolíticos, politiqueros, muy machos, muy marimachos, geniales, mediocres, egoístas, temerosos, abstemios, borrachos, antigobiernistas, buscachambas oficiales, miembros del PCM, militantes del Opus Dei, achichinqules de la CIA y un millón de cosas más , pero ante todo intelectuales, es decir hormigas sociales que se ganan la vida con el sudor de los sesos, así como otros insectos pensantes se la ganan con el de la frente, de las manos, de los pies, y más frecuentemente de lo debido, con el sudor de salva sea la parte.

¿Por qué, entonces, los intelectuales no iban a distraer sus ocios, a echar relajo, reírse del prójimo, criticar al gobierno, a pintar leyendas en las puertas de los inodoros, a inventarle una calumnia malévola a la suegra, a dedicar unos versos impúdicos al amor o a pergeñar cuentos colorados de curas, de pericos, de pitecos, de jumentos, de gendarmes (no se tome esto como una asociación de ideas), de burócratas y de políticos?

El relajo intelectual existe, rebulle en las mesas de los cafés y de las cantinas, en los gabinetes de los eruditos, en las cátedras de adustos profesores de filosofía, en los estudios de los pintores, en las salas de concierto donde ensayan extasiados músicos, en los cuartos de azotea de los poetas (buhardilla suena a folletín del siglo pasado), en los relatos de algún sobreviviente de épocas lejanas o en las páginas amarillentas, quizá de tanto dormir, de un libro olvidado.

Y por si alguien dudara todavía de su existencia, aquí están las pruebas:

Tiempo después de la toma de Tenochtitlán, cuyo saqueo produjo buenos dividendos a Hernán Cortés y a sus paniagudos, algún descontento hizo llegar hasta las manos del codicioso conquistador este anónimo:

                                            Cortés, quemaste los pies

                                            a Cuauhtémoc por el oro,

                                            y aqueste es el día que añoro

                                             que a este súbdito le des

                                             una brizna del tesoro

                                            aunque lo escondas después.

A Sor Juana Inés de la Cruz un galanteador suyo, a manera de halago, le envió unos versos en los que comparaba con el ave fénix, simil que la monja, entre otras sutiles consideraciones, agradeció así:

                                            El lo dice; y de manera

                                              eficaz le persuade

                                            que casi estoy por creerlo,

                                             y de afirmarlo por casi.

                                            ¡Qué fuera, que fuera yo

                                             y no lo supiera antes!

                                            Pues ¿quién duda que es el fénix

                                             el que menos de sí sabe?….

                                             Yo no pensaba en tal cosa,

                                            mas si él gusta de graduarme

                                            de fénix, ¿he de echar yo

                                            aqueste honor en la calle?

Pero ¡Aqueso no!

No os veréis

                                            con este fénix, bergante;

                                            que por eso está encerrado

                                             debajo de treinta llaves.

craveloygalindo@gmail.com

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